Sospecha

Mi última compra fue un reloj con alarma. 

Las alarmas no funcionan conmigo. No las concibo; son como la cautela, las oigo sin reconocerlas.

Reconocer es una habilidad escasa por estos días. Tuve que confesarme el caudal de ira que me inundaba: no recibir reconocimiento me duele. 

Los dolores que experimento son la migraña, la desesperanza y la rabia. 

La rabia, fonéticamente hablando, es áspera; arde la lengua cuando se pronuncia, arde el vientre cuando nace. 

Si los ardores se supieran con sus causas, la rabia tendría no solo cura, sino un tratamiento compasivo para el enfermo que la sufre. El ser humano es frágil. 

Ser frágil constituye un estado complejo entre la debilidad de la carne, la impotencia ante la intensidad del sentir y el peso de ser inutil para reponerse después de ver el alma rota. 

Estar roto: sentir los bordes, los pedazos, intentar recoger las esquirlas, no entender el orden de los fragmentos, reconstruir y dar otra estructura, sentirse incompleto.

¿Será ese cúmulo de pedazos lo que me obligó a comprar una alarma? ¿Será la alarma la que me recuerda que estoy incompleta? ¿Podría reconstruirme de la noche a la mañana?

Mañana es una palabra con un sonido como agua dulce del río, el cauce bajito que el páramo regala cuando la montaña está empantanada; el charco que cuenta un secreto. 

Cada quien guarda secretos de gran altura, o de poca recordación; cuestiones innombrables, delitos, habladurías, insatisfacción con la vida, reproches infantiles o celos. 

Los celos y el celo no son lo mismo, pero los dos son inevitables.

Lo inevitable del mundo es el abismo. Siempre será imperceptible la velocidad con la que nos arrastra a la caída. 

Caer puede ser un acto vital en los sueños, y no tan revelador como la vida cuando abres los ojos. 

Pero si tus ojos permanecen cerrados, es porque la alarma no te habla, no te funciona, como la cautela.





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