Efectos secundarios

Resulta que ahora se me viene el mundo encima, esta idea maniática de correr por verdes campos llenos de un olor a hogar antiguo. 

Resulta que se me escapa la canción que estaba tarareando. Las ideas corren, conclusiones y explicaciones aparentes vertidas en el mundo, mientras me desbordo en ese fluido metafísico. 

Resulta que soy yo quien corre río abajo, quien se escurre en un montón de imágenes sumergidas: cuestiones de moda, asuntos polémicos, apareamientos lineales, paralelos, simultáneos, enredados. 

También resulta que para cada canción hay un poema, un criminal nostálgico con voz de francotirador castigando a los hombres enjaulados. 

Resulta que usted es canción y yo poema, y ninguno tiene sentido: usted porque no es melodía y yo porque soy caligrama. 

Resulta que se me van las palabras y las recoge usted en sintonía; yo me río de sus intenciones, de ese cuerpo con forma de verso y estructura métrica, de sus ángulos letrados y de sus pasos que dejan silabas arrastradas. 

Resulta que componer y recitar son tareas, debilidades, deberes. En ocasiones hay que procrastinar, y en otras tantas hay que soñar.

Resulta que se me vino el mundo encima en una manada de voces esperando arrullo. Este Atlas inválido y poco convincente que soy yo organiza las voces. Quieren que hable de victorias, de derrotas, de las formas en las que he acumulado perdidas. 

Resulta que ya no me río de nada: la gracia que se produce cuando se sabe es la misma que se va cuando se confronta lo que se sabe. 

Resulta que entre una y otra línea las palabras serán: 

llanto, 

soledad, tiniebla

cólera, vacío, hondura, 

peso, gravedad, espanto, delirio, 

fragmento y uno que otro estallido. 

Estallido de loca a mitad de un verso, estallido de noche enjugada y cielo manchado. Aquí los monstruos infantiles son amores olvidados.

Resulta que para vivir hay que respirar
para respirar hay que nacer
para nacer hay que olvidar
para olvidar hay que recordar
para recordar hay que extrañar
para extrañar hay que padecer
para padecer hay que amar

¡Para vivir hay que amar! amar los campos verdes llenos de olor a hogar antiguo; amar las noches salinas; amar tu cuerpo desnudo; amar las cuestiones de moda y las políticas del arte. Amar para vivir, para soñar que no se puede amar ¡que no se debe amar! 

que la razón es un maquinista cansado de su labor interminable; 
que la vida es un mecanismo fecundo y olvidado; 
que el tiempo es un temor por el pasado, un fervor por el presente y una espera por el futuro; 
que la muerte es consecuencia directa del tiempo; 
que los hombres somos pequeños fragmentos de un silencio galáctico. 

Sí, amar, morir, vivir, tirar todas las ideas por la borda; curar las piedras fangosas de dudas; limpiar las olas del mar vasto del pensamiento; hundirse en el lodo, ser del mundo.

Resulta que ahora se piensa... en los días que antes no eran sino fugacidad, sucesos volátiles que nos hacían más humanos y menos soñadores. Aquí estamos, pensando que hoy también puede haber algo más que silencio para recapacitar.

Resulta que cada pedazo de nosotros mismos nos está llamando a no ser pedazos; las probabilidades se escapan. 

Resulta que anhelamos las alturas y soñamos con conocer los glaciares antes que desaparezcan; resulta que todavía creemos que seremos los últimos en desaparecer.



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