No quisiera que llamaras a la poesía por su nombre, ni encontrarás lealtad en los deleites del amor. Vagar por los caminos del aquí y allá: de aquellos besos que se dan mientras la mañana agota lo que no ha traído el amanecer.
Quisiera ver a esos hombres que se atreven a vestirse de luto cuando pasa una mujer que ha sido olvidada, que se debate entre los sueños y el alma quebrada. Tal vez me gustaría encontrar en los suburbios algún destello de vida que no empañe con el abandono los vidrios de las casas.
No. Las palabras más agudas son las que meditan el abismo profundo de la melancolía, se quedan espantando los ministerios del alma y brotan mientras los muertos se levantan con sigilo. Las palabras que nos convocan hoy son más presumibles que las que nos separan de la buena vida. Por eso no llames a la poesía por su nombre, ni te ufanes de tu discurso, no desprendas la costra en tu regazo, ni la consientas con el afán de aquel que no gusta de lo solitario.
Por eso no celebro penas ni aniversarios, no rebusco en los bolsillos y no participo en tus falsedades. Solamente me permito convencerme de que ningún hombre podrá regalarnos primaveras, porque si osan a llamarnos poesía, sus palabras ya nos han quitado la vida entera.
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