25 Lugares Ocupados

Me despido del lugar para entrar en otro espacio, moviendo el tiempo en un espacio que también se mueve. Pasó el umbral frio y metálico, un montón de rostros narran el mismo momento en el que se cruza el incesante ruido de registradora que jamás va a devolverse. Antes sucedía, antes la misma entrada se convertía en un mundo que no retornaba y que paradójicamente era una salida. Todos miran al nuevo intruso, el espectral pasajero que encarna lo que hace un instante ellos fueron. Todo se llena de eso: hastío, sueños de madrugada, espejismos de una ciudad empezando un nuevo día. El conductor mira con ansias como los segundos pasan mientras el dinero deja de pertenecer a un cosmos secreto… circula, se hace aire entre las manos del que quiere dejar ese espacio íntimo y local para entregarse al centro caótico de la ciudad. Un sonido de monedas, un querer ocupar el espacio, un gran vidrio duchampiano que hace visible el panorama urbano: la claqueta es la novia arbitraria, celosa, afanada y desenvuelta para que todos la vean deseosos y esperanzados. Todos los colores, todas las fuentes fluorescentes de sus destinos accidentados: Gaitana, Bosa, Av. Rojas, Germania; las luces de neón que borran el cielo reflejado en el panorámico.


Vuelvo a inventar un mundo posible, pago la entrada a ese infierno rodante, el público vuelve su rostro al espacio ajeno como suponiendo que ahora recobrarán su condición de fantasmas. Veinticinco lugares ocupados, ningún lugar vacío, los ojos medio desorbitados de aquellos que la noche anterior no pudieron conciliar el sueño, todas las almas desgastadas esperando que el día brille distinto, porque todos esperamos eso, porque todos vivimos en la angustia de un nuevo viaje en el que las cosas sucedan diferente. El vehículo se hincha cada vez más, las señoras gritan desesperadas “¡métase más pasajeros por donde le quepan, aquí ya no hay lugar!” ¡PERO AUN CABEN!, un milagro inesperado comienza a compadecerse de los pasajeros y mientras algunos ingresan aguantando la respiración o sofocando el tiempo porque la prioridad es el afán, los que ocupan la parte de atrás deciden escapar, escapar de esas malévolas circunstancias en que el agotamiento, la incomodidad y el roce con otros cuerpos les impide pensar. El conductor frena con tal desacierto y salvajismo que los cuerpos pasivos adquieren toda la inercia posible, convirtiéndose la multitud en una masa nauseabunda y chillona. Las barras se doblan, todos se apoyan en el otro, el otro queda aplastado súbitamente y las ideas se mezclan.


Yo también pienso que no hay un solo milímetro en el que pueda caber un brazo, un seno, una pierna, la simple y constreñida respiración, el insulto o el roce indebido de un caballero sobre la nalga de una joven señorita. No, no hay espacio.


Decido recostar mi brazo sobre el espaldar de la silla que me ha sostenido durante el viaje, inevitablemente el pelo de una chica que va sentada se queda atrapado entre mi brazo cansado y la cojinería vieja y ajada. Suelta una mirada ajena y enfadada, advirtiéndome con su silencio que debo mover el brazo inmediatamente. Sí, acepto que estoy cansada, que su torpe pelo bajo mi brazo no me inquieta, y que debería ser yo quien esté sentada en ese lugar que no le pertenece ni a ella ni a mí. Ahora mi brazo sostiene mi rostro, y puedo ver delante de mí un montón de individuos con rostros amenazantes y olvidados… anónimos; mis ojos no pueden evitar retratarlos, dibujarlos, pintarlos con la premura de una ciudadana que no le queda más que cinco minutos de trayecto y un día entero por vivir. Voy tarde, algunos no. En la ciudad siempre es tarde a donde uno vaya. Por eso la música, el disparate, los semáforos, el ruido, los tacones, los teléfonos móviles, los relojes a toda marcha, la velocidad, el hambre, el indigente, las corbatas estampadas, las carteras estorbosas, la gente, las monedas, las palabras, el olvido, el maquillaje apresurado de las mujeres pasajeras, el sol naciente, el humo, la guerra, las sillas azules, el timbre, las ventanas cerradas, el niño en brazos, la ciudad inhóspita, el silencio en mi cabeza, el todo, la nada… se convierten en ficciones recurrentes, y se llega tarde, y la vida pasa, y el tiempo corre, y todo envejece.


La marcha de esa máquina urbana no se detiene, entre cuadra y cuadra toma un respiro y se siente más liviana. La mitad de los pasajeros han desaparecido, solo queda el calor de los cuerpos ausentes y el desconsuelo de las sillas que han sido violadas por todos los traseros de la ciudad. El aire circula, puedo ver con detalle el pasillo ya inhabitado, todavía tengo como sonido el murmullo estrepitoso de la gente que no sabe guardar silencio y escuchar. Mi mamá tampoco lo hace, no creo que nadie pueda hacerlo. Ya no escucho. El mareo ha pasado, las horas más horrorosas se han ido con el tumulto de seres avasallados por el sistema. Considero que la vida se ha condensado en ese mismo instante, la registradora me impide concentrarme en el paisaje y siento que todavía gira incesante, ¿quién puede decirme dónde estoy? A lo lejos veo mi destino, la próxima parada esperando por mí; ya sé que debo bajarme, el conductor mira por el retrovisor porque él ya me conoce, sabe también mi destino, el de todos, el de cientos de almas que nunca han cambiado de rumbo. Sí, aquí es el lugar.



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