Albor al final del día

Matilde hervía papas todas las mañanas con el único propósito de confirmar su repudio por la cocina y recordar cosas que el día anterior olvidaba al intentar rememorar lo que había olvidado el día anterior… todos los días eran nuevas amnesias, todos los días eran ganas de olvidarse. No precisamente se olvidaba en el olvido de los días inentendibles sino en el recuerdo que cada vez se le hacía más efímero, era una sensación de limpidez mental que le negaba la posibilidad de labrarse su propio destino. En general, todos los días volvía a nacer súbitamente: nunca se enamoraba, nunca hablaba, nunca vacilaba entre una decisión y una convicción -no la tenía, y nunca partía desde el inicio; no había un comienzo sino esa extraña sensación de discontinuidad, como intentar cantar una canción y solamente tener la melodía en la cabeza mientras la boca no deja de tararearla fraccionada.

Matilde solamente hervía papas por la mañana como pretexto y como libertad; pretexto porque lo único válido en sus días casi nuevos era ese odio por la cocina y libertad porque el vapor de sus papas cocidas la llevaba a nuevos mundos donde practicaba esa desilusión del recuerdo fresco que es olvidado inevitablemente. Matilde hervía papas justo después de decidir que era un nuevo día, un día de hervir papas limpias y blancas como su memoria, papas llenas de sol de mañana y ausentes de causas… como su memoria, como sus días, como los rayos de luz en su cocina de ayer y de hoy -siempre era un lugar diferente. Días, mañanas, papas, agua en ebullición y toda esa laguna temporal que nadie le podía atribuir a enfermedades mentales o necesidades psicológicas de la memoria, simplemente ella olvidaba y le quedaba el vestigio de actividades pasadas que le decían “hubo tiempo, espacio, silencio y papas cocidas que alguien comió”, y un sinnúmero de pensamientos que a la mañana siguiente se despejarían en el humo de la olla hirviendo.

Tampoco recordaba con quien hablar ni voces que se tornaran en seres humanos inmiscuidos en una conversación banal; de vez en cuando invitaba a sus amigas imaginarias para tener una tarde de té con galletas de sal, pero nadie tocaba un solo pocillo, las galletas jamás desprendían minúsculas migajas sobre el mantel bordado y las amigas de toda la vida ni llegaban ni se iban. La pobre Matilde corría en su soledad de veinticuatro horas arreglando bisagras una y otra vez, desbaratando radios para volverlos a armar, destruyendo diarios y revistas de días atrás… y la luna llegaba muy puntual hasta su ventana sin otro pretexto que la burla pues bien sabía Matilde que ella llegaría para llevarse sus horas diarias en el sueño e ineludiblemente en el olvido; días, noches de luna embustera y papas prometidas como premio de consolación.

Matilde se volvía vieja sin vivir mientras el sinsentido de los días que quedaban atrás –literalmente- se repetía paradójica y constantemente una y otra vez, sensación cíclica rejuveneciendo todas las cosas menos la memoria misma. Matilde ya no se cansaba, ya no lloraba, ya no desesperaba sus cabellos cada vez más blancos y despeinados, vivía con la euforia de los muertos y la primitiva obligación de aferrarse al mañana que nunca llegaría a ser un ayer nítido y vivido.

Cuando pensaba en lo que iba a hacer durante el día llegaba a la conclusión humillante que nunca quería contemplar pero que inevitablemente debía escoger: “hoy te levantarás, irás directo a la cocina, el sol entrará por el pequeño espacio de la ventana por el que nunca se asoma nadie sino esa soledad fría y sumisa de tus días, abrirás la alacena; ahí, ahí están tus papas sin pelar y el cuchillo con el filo desgastado y la memoria que a ti nunca ha podido llegar; asirás el cuchillo, quitarás con coraje y envidia esa cáscara delgada y sucia que esconde la blancura de ese tubérculo virgen y desamparado, no lo vas a matar, le quitarás la piel que guarda toda esa libertad para recordar de donde vino y qué es… esa maldita papa sabe que viene de lo profundo de la tierra, que ha cruzado los caminos de muchas regiones para llegar hasta la plaza del pueblo, ella sabe que ninguna papa es como ella, esa maldita papa tiene memoria y tú en tu impotencia de humano sólo puedes soñar con quitársela culinariamente, con tu cuchillo sin afanes y tus manos sin memoria; lavarás esa papa y dejarás que se ahogue en el agua transparente e inocente, caerá en un mar de tiempo como tú has caído en la laguna del olvido, caerá esa papa con la memoria que te ha robado para reconocerse con coraje ante la muerte… morirá desleída, cocinada, blanda y comestible, morirá con todos los ardores del agua burbujeante; no hay sal ni cebolla ni ningún otro acompañante, solo ella y el tiempo, solo ella sin piel, sin memoria, sin las marcas de la tierra que la vio nacer… solo ella y ese mar de nada inquieto por el calor atrapado en la olla. Tu labor de hoy se ha cumplido.”

Matilde nunca tuvo tiempo, desahuciada por la ingratitud de los días que debían recordarse nunca tuvo tiempo, nunca pudo aliviar su desaire ante tanta amnesia y tanto desencuentro con ella misma. Siempre prefirió soportar su dolor cuando cortaba sus dedos y le sangraba la carne; prefirió parecerse a los hombres normales que habitan en el ayer aunque nunca pudo hacerlo, Matilde no cuestionaba esa ambigüedad y si lo hacía buscaba un oficio cualquiera que la detuviera en las manías del ahora. Entre pelar papas, asesinar olvidos y respirar siempre días nuevos, Matilde se ubicaba en las alturas blancas de la memoria y los diarios abismos negros de la muerte.

Matilde, que en paz descanses. Hoy también has cumplido. 

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