Te enseñé a contar los días sin
afán, corríamos lentamente sin esperar que los segundos se terminaran. Una
canción de repente sonaba y parecía que las tomas de nuestros primeros
encuentros se construían como una película de silencios y momentos inesperados.
Te enseñé a besar bajo la oscuridad con todas las precauciones y debidos
espacios para que tus dedos rozaran mi espalda, eran trucos inventados en medio
de la incertidumbre que iba floreciendo sin que aún lo descifraras en mi
rostro. Te enseñé a contar esta historia muchas veces, a recordarla como un
síntoma de amor que nacía cada vez que nos pedíamos un beso. Te enseñé a
reconocer el amor en un abrazo, en las circunstancias en que podíamos amarnos
en las noches de frio o de alta intensidad, en esperar hasta el próximo
encuentro. No sé bien qué era lo que debía enseñarte para que el valor de lo
pequeño no fuera insensato ni fugaz, tampoco entiendo muy bien qué era lo que
debía aprender para que no doliera tu partida.
Suelo fracasar en decidir si
invierto mi tiempo en sostener el peso del olvido, en dedicar unas cuantas
horas de mi vida en ver esa película una y otra vez; sentir el fracaso suele
llevarme a escribir ostentosamente y no decir mucho. Eso que quiero decir no
sucede tan fácil como siempre, las palabras están hechas a la medida de esta
línea y la siguiente, los recuerdos y el dolor tienen otra medida, otras formas
de proceder, otros síntomas de desesperación que apenas logran salir en este o
dos mil textos.
Le enseñé a contar los amigos con cada uno de los dedos de su mano, le
mostré mundos imposibles que no circundan sus perspectivas y así él me mostró
la tranquilidad de todos los lugares donde el mundo aún no puede llegar con su
espanto. Tal vez le enseñé a abrazar, tal vez ya lo sabía; le mostré la
extrañeza de los días cuando no se está solo y cuando la soledad te ataca
brutalmente por la espalda, acribilla, desorienta. Quizá cometí errores
incuestionables como no enseñarle a valorar esa soledad, no temerle al
silencio y el desarraigo, o dejarse vencer por el miedo y empezar por donde se
terminó. Quizá iniciamos como ciegos en la penumbra más espesa y él salió
primero… yo me perdí. Él sabe que no todo puede abarcarse, quererse, retenerse
mientras temes que la despedida te destruya la cordura y empeore esa sensación que a veces florece y a veces te ahoga en medio del pecho.
No pude enseñarte todo lo que sé,
no quisiste enseñarme todo lo que ignoras. Ahora, no podemos inventarnos nuevas
historias ni tocar nuestros dedos mientras estamos buscándonos para besarnos.
La imposibilidad es la palabra que desemboca en todos los sueños rasgados, las
ilusiones desvanecidas… unos lienzos blancos sin soporte y la trementina sin
usar. Esa es la imposibilidad, eso es el
resultado de querer sabotear el tiempo y las circunstancias con despedidas
repentinas y argumentos desgastados. Antes pensaba que es injusto sufrir por
amor, por el amor que se profesa a otro, ahora pienso que es injusto no sentir
el duelo dentro y sonreír miserablemente frente al espejo, ¿qué es lo que se
rompe y lo que permanece indestructible?
Te conocí mientras suponía que
estaría sola, cada uno enseñó y aprendió sin esperar una recompensa por ello.
Te conocí esperando que alguien no se acercara a mí para romperme el corazón.
Uno, dos, tres personas se paseaban por ese pasillo y luego llegabas y me
sonreías y volvías a sonreír, para darme cuenta que no puede sonreírse todo el
tiempo y que el amor te obsesiona y terminas ignorando lo evidente. Mi penumbra, tu penumbra; mis dudas, tus
dudas; tu sonrisa, mi sonrisa; mi silencio, tu silencio. No pude enseñarte que
yo soy frágil, no pude mostrarte que dar a cualquier persona motivos para
llorar tiene un precio y es un acto de venganza, no pude ofrecerte las mismas
circunstancias para que sonrieras todo el tiempo mientras estuviste a mi lado.
Me llené de fracaso, me volví olvido y mi nombre es ruido blanco. Las
condiciones van dejando que la memoria trabaje más rápido. La distancia va creando fronteras que
eliminan los trozos de amor resquebrajado.
Que si sufrí, evidentemente nadie
me ha enseñado a resolver mi duelo de amor. Que si lloré, he llorado por la
extrema incredulidad con la que recuerdo el momento en que el tiempo y el
espacio ya no eran lo mismo para nosotros. Que si me lamenté, he preferido
convertirme en una defensora de mis propias formas de olvidarte y darme una
oportunidad. Que si espero que vengas a abrazarme, tal vez lo esperé pero ya no
lo creo como una posibilidad sino como un desagravio de la vida conmigo.
Caminar algunos kilómetros me
recordó que tus pasos tienen otro ritmo, tus manos buscan otro calor y tus ojos
no volvieron a mirarme como solían hacerlo. Ahora te recuerdo con la libertad
de no ocultar que te amo y que, paradójicamente, ese amor se ha transformado en
una oportunidad para quererme y enseñarme que no todo lo llenas tú y no todo
tiene tu nombre, aunque siempre fue así.
Comentarios