Después de cuestionar con sus
ojos inquietos, agudos y deseosos de trazar un fugaz recorrido a través de la
ventana, Manuel decide volver a la pantalla de su celular y deslizar su pulgar
cuatro veces, deteniéndose al tercer intento -dos segundos, tal vez tres- para
mover su dedo por última vez. Guarda su celular en el bolsillo derecho, vuelve
su mirada a la calle; uno, dos, tres, cuatro carros desfilan y cruzan su mirada
hasta que llega el quinto; de nuevo, sus ojos se chocan con las rejas que
protegen varios vientres corpulentos moviéndose oprimidos, vacilantes,
siguiendo la inercia del camión. Manuel no puede sostener la mirada pero
tampoco quiere desviarla, porque pareciera que así tal vez dejará de existir en
su cabeza esa latente idea de ser vegetariano. El bus y el camión sincronizan su
marcha, la mirada de Manuel se intersecta con la del marrano, que sacando
su hocico, le ha confesado que no tiene miedo, que ya sabe lo que va a ocurrir,
y lo que no puede evitar. Un chillido interrumpe la conversación y Manuel toca
su bolsillo, interpreta el movimiento vibratorio de su celular, titubea, y decide
concentrarse en el camión, en la carga chillona y espeluznante de esa carne
rosada y peluda, de ese olor impresionante a cena de Nochebuena, a la infame
frialdad con la que son transportados.
- - ¿Hola? ¿Aló?
- - Mijo, sumercé qué dice, ¿compramos un cojín* o la lechona entera?
* *Versión más pequeña de la lechona que no lleva cabeza.
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