Ahora debo cerrar los ojos


para ver el poema nacer; no nace.
Se escabulle. Me duele en el vientre, en el lagrimal, en los oídos que no se agotan de escuchar la misma canción hasta sangrar de tedio.

No escaparé de septiembre. 

Repetirme, repetir “tener miedo de volverme bucle.”
De descender lentamente hasta el suelo que, con los brazos abiertos, acomoda toda mi humanidad en una baldosa de 1x1.

No salgo de la imagen fija que me persigue desde que, una mañana de mis siete años, supe que jamás volvería a quererme.

¿Qué es querer? ¿Qué es quererse?

Las últimas 72 horas podrían llamarse evasión: un diminuto espasmo en las amígdalas, en las cuerdas vocales atoradas, en la garganta muda, en el pecho encostrado de latidos a media asta. Es tan diminuto ese espasmo que le llamo constantemente, para que me recuerde la vida que me falta, la muerte que me sobra.

No salgo de septiembre, de los rostros que se ofrecieron como refugio, de las noches que me encontraron rindiendo homenaje a mis soledades, de mis piernas inservibles en la mañana, de las deudas que no fui capaz de saldar.

Aquí, cada una de mis falanges duda de la siguiente vocal, mis pupilas desearían no estar tan dilatadas, tan húmedas, tan ciegas de tristeza. Aquí, mis dedos se chocan con el blanco papel y no saben qué dirección tomar.

No soy capaz de salir de septiembre.

No quiero salir de septiembre,

No pretendo olvidar septiembre:

Los 30 días hábiles de incertidumbre servirán para partirme en dos, para que mis piernas por fin sirvan, para que este instante funcione como la caricia que necesité desde la medianoche del viernes 1 hasta el sábado 30.



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