Tenemos un conflicto,
unas
heridas que no agotan la inquietud por acercarnos
un poco más.
A veces
solo un poco para guardar la cautela,
evitar las
esquirlas, las pocas palabras,
el tono
valiente para defender cada una de nuestras causas.
Es un
conflicto que merece la pena,
que ocurre
en la naturaleza del combate obligado.
Y cuando
estamos frente a frente, en pleno escozor,
en el
comedor,
intentando
lidiar con la cuchara en la sopa,
el
conflicto se acurruca, se hace a un lado,
deja de
llamarse conflicto para cederle al tiempo
un instante
de tregua, de nervios,
de una
opresión platónica que no será consumada.
Tenemos un
solo conflicto,
impreciso,
elaborado
por dos cuerpos tímidos,
por nuestros
ojos claros que eventualmente se observan,
por ciertas
manías con los nervios, las uñas,
las horas
de trabajo
y el
sarcasmo en las ideas que nunca van a coincidir.
Es un
conflicto errático,
involuntario,
un
conflicto que nace entre la izquierda y la derecha
y se fatiga con las diferencias lingüísticas.
Quisiera
vivir siempre en ese conflicto,
en esa turbulencia
pactada,
para acatar,
para
aprender,
para
consolar(le),
para ser la que llegue con provisiones
de esquinas de chocolate,
a una
sesión más de desencuentros,
de formas
de ser amable,
de sentirme
un poco más Vicuña, más Porras,
más La Incomparable,
Un poco
menos yo.
Un poco mas
de él.
Un poco más leve en sus ojos que no se cansan de observar el mundo.
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