Anatomía del fracaso

Empecé a comerme las uñas como a los 12 años, pero a los 6 ya sabía que el trabajo no solo lo ejecutaba el cortaúñas. En el jardín de niños nos acostaban en colchonetas para tomar la siesta. Yo no dormía. Descubrí que mis dedos índices sangraban si dejaba que mis dientes trituraran las uñas hasta su base. Yo mordía mis uñas, y en un acto de búsqueda de la perfección, las limaba a escondidas contra el concreto de esa pared prefabricada que era el muro de la sala, donde todos los niños soñaban. La mezcla entre sangre, saliva, concreto y simetría me decía que algún día iba a doler.

El malestar crecía con ellas.

Todas mis uñas eran largas, menos las de mis dedos índices. Estaban cada vez más diminutas, más hechas de carne, y torcidas; definían incluso la silueta de mis dedos, y empezaban a afectar la zona más próxima entre la huella dactilar y la uña: el hiponiquio. No tenía miedo, me parecía un juego entre perseguir y revelar las capas que podía tener la piel. Nunca lo intenté con ningún otro dedo, las demás uñas no eran defectuosas, no tenían esa forma inconsistente que siempre encontré en mis dedos índices. Quería mutilarlas para darles la forma correcta. 

Así fue hasta que empecé la vida adulta como un apéndice forzoso, inadecuado, de la adolescencia. 

Morderme las uñas y desbastarlas siendo una adolescente adulta me parecía ya no un juego, sino un momento de inestabilidad, de complacencia, de una dilatada indefensión ante las cosas del mundo. Tenía una exposición para una clase de la universidad: me mordía las uñas; mi mamá me pegaba y me gritaba: me mordía las uñas; tenía una entrevista laboral: me mordía las uñas; estaría a solas con mi novio: me mordía las uñas; tenía que hablar en inglés: me mordía las uñas; estudiaba para un examen: me mordía las uñas; me presentaba a un concurso de literatura: me mordía las uñas; no quedaba seleccionada entre los finalistas del concurso: me mordía las uñas. No había tregua. Mis dedos eran un campo de batalla húmedo, escabroso, totalmente expuesto a un ardor que yo producía con mis dientes por el afán de llegar al centro de ese dolor cada vez más inconmovible.

A los 27 no fui capaz de seguir con la mutilación. Entre tantas batallas libradas contra mi complacencia, esta es la única que puedo declarar que he ganado. La huella dactilar poco a poco ha vuelto, la punta de mis dedos índices ahora la resguarda una uña que puede crecer. Mis uñas dejaron de ser enanas y se codean con sus vecinas en tanto su extensión y el tiempo que permanecen largas. Por fin pertenecen al conjunto, por fin son uñas, aunque el hiponiquio quedó torcido, con más profundidad de un lado que del otro. Le borré toda posibilidad de ser simétrico, como intentaba que fuera.  

En Wikipedia encontré que el dedo índice es el dedo más expresivo porque señala, muestra negativas o enfatiza instrucciones u órdenes. Es el dedo que está entre el dedo pulgar y el dedo medio. El pulgar viene del latín "pollicaris", que viene de "pollex": poder y fuerza. El pulgar es el dedo más fuerte de la mano, además realiza la mayor parte de sus movimientos por la posición en donde está. El dedo del medio es el mayor porque es el más largo, el central, el que relacionan más con el corazón y con la lascivia. Con el dedo medio puedes ofender con un eufemismo visual, o puedes excitar los genitales femeninos. Yo laceraba el dedo que está entre el poder y el corazón, lesionaba la forma con la que mostraba negativas o señalaba instrucciones entre la fuerza y la lascivia.

No sé qué pasaba en aquel jardín de niños a mis 6 años, pero el índice, el índex, fue un pequeño inmolado contra el muro gris, contra los dientes de leche, contra mis ojos verdes que querían simetría. Fue un mártir que supo señalar muy bien, desde mi infancia hasta la adultez, mi capacidad para mutilar los verbos a los que siempre les tuve miedo. 





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