¿Qué se siente que no quiera sentirte,
que sus manos no quieran tocarte,
que sus labios ni siquiera deseen los tuyos?
¿Qué se siente esperarlo con cautela,
sin disimular, sin intentar, sin omitir la efervescencia
que te ocurre al mirar sus ojos, y que no exista más que su silencio
en el que él está sin estar?
¿Qué se siente no besarle cuando estás tan cerca
de su piel, a solo milímetros de su calor fecundo
que inunda tus yemas de deseo de acariciarle?
¿Qué se siente que ya no inspires lo mismo,
que nadie quiera contigo,
que nadie te haga deseo,
que no seas necesaria en él?
¿Qué se siente que no te esperen,
que no mimen tus mejillas,
que no jueguen con tu mechón de pelo desordenado y rebelde?
¿Qué se siente que las miradas no compartan impulsos,
que no aparezca la proximidad,
que no ocurran los síntomas de amor?
¿Qué será de esa sensación de ocupar con él un solo espacio,
de habitar una breve inmensidad que albergue su soledad y la tuya?
¿Qué se siente que te acompañe la duda,
la insuficiencia, el arrepentimiento de no confesarle
que te deshaces cuando lo ves acariciar las rosas,
acercarse a ellas y olerlas para descubrir su perfume?
Te pierdes en sus labios que rozan los pétalos,
y anhelas que, en el centro de esa rosa desnuda, él
encuentre tus labios
tibios, nerviosos, desbordados de distancia y prudencia.
¿Qué se siente escribirle,
avisarle en tu imaginación que le anhelas,
creer que tu mejilla es esa hoja de la rosa que hace unos
segundos mimó?
¿Qué se siente no intentar, simular,
concluir que nadie estará contigo como tú lo ansias?
Le dices “sos valiente”
porque tú no lo eres,
porque te hayas harta de querer ser amada,
y no poder ni con el amor ni con pedir al cielo que te amen.
¿Qué se siente solo estar ahí
amilanada,
oculta,
eliminada
en la conversación de turno?
¿Qué se siente la eternidad
de su abrazo que te arranca todo,
hasta las ganas de morir en sus brazos?
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