Vuelvo a la misma mesa para convertir el instante en un ritual de olvido. El espacio es un altar que convoco con la esperanza de evocar otra historia. En abril la misma madera tibia servía para disponer ante él y yo dos platos amplios de ingredientes propios de un desayuno insípido: huevos batidos, caldo sin sal, pan francés y una última conversación. En mayo no volví a verlo, pero le leía en secreto, como si con eso pudiera manifestar mi envidia por su escritura y mi certeza de que había hecho lo correcto. Volví a la misma mesa a finales de mayo. Ahora la escena bastaba conmigo y tres lugares desocupados. Volví con reservas de despertar el desencuentro y el abandono, con la incertidumbre de no saber qué ordenar: una ensalada o mis torpes recuerdos de una relación inexistente.
Esos últimos días de mayo planteaban un restaurante levemente más amplio, cotidiano, más
observable si quería; estaba habitando un lugar que fue el motivo para ser
discreta y obligarme —por primera vez— a elegirme. Las otras mesas se me
hacían sosas, casi efervescentes: iban y venían sin que uno solo de
los comensales tuviera el tiempo de sentarse a vivir. Yo estaba ahí reposada viviendo, y
viéndome morir con cada sorbo de chocolate, con cada bocado de pan rollo del
señor de la mesa de enfrente que le sonreía a su novia. Ella, delgada, rubia
teñida, también insípida, recibía las sonrisas de su amante sutilmente
inclinada hacia adelante, como si esa taza de café, esa canasta de pan, esa
mesa para dos fueran todo un obstáculo para desplegar sus deseos de un beso.
Ellos estaban enamorados y celebraban entre bocados y miradas. Ellos estaban
enamorados, nosotros no. Nunca lo estuvimos. Lo supe por nuestros
cuerpos que nunca estuvieron inclinados, como queriendo desaparecer / pulverizar la
mesa entre nosotros. Nunca estuvimos inclinados al deseo, nuestros encuentros
frente a la mesa no fueron rituales para el amor, sino obligaciones con el hambre o el horario.
Le volví a
escribir después de hartarme de leerlo en secreto. Ahora es final de noviembre y presiento que esa intimidad postiza de abril nos funcionó para seguir
sonriendo cuando nos cruzamos por casualidad, para verle un poco más artificioso, muy impostado, un poco como yo cuando lo siento muy cerca. He vuelto
varias veces a la misma mesa, ahora convertida en demiurgo de otras historias en las que puedo admitir que ya agoté esta.
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