En los bares la gente guarda cierto recelo con los que escriben, tal vez en el cielo no sea distinto. Me pregunto qué hará Dios con personas como Pizarnik, Pessoa y Lispector.
Poetas, narradores, periodistas; no soy ninguno de esos, pero me presento con un título, porque la gente cree en eso; a mí me gustaría creer para obtener réditos.
La escena: una aprendiz de periodismo acotada por canciones de salsa es entrevistada con las mismas preguntas una y otra vez. Las palabras más comunes que sostienen las conversaciones son: información, preguntas, chisme, ojos lindos. En ese orden.
Me pregunto qué hará Dios con esas parejas de baile que te aprietan, te entrevistan mientras acarician tu espalda, te respiran en la nuca, te dan miles de vueltas y te ofrecen trago.
El monólogo:
En la penumbra soy vista. En el deshielo, el frenesí, el desencanto por el mundo, soy vista.
Bailo con seis personas, pero no quiero a ninguna. No soy compatible con los otros. No soy compatible con las conversaciones que las personas inician.
No sé qué es el futbol, ni ser un aficionado; no tengo
paciencia para discutir sobre el aborto; veo con escepticismo que el 70% de los
rockeros bailen salsa; no me van a convencer de sacar a un hombre
a la pista. No se me da esa iniciativa.
Tengo reacciones cercanas al silencio, a la infinita
escucha: Sonrío, asiento con mi cabeza, abro mis ojos, finjo sorpresa, aprieto
mis labios, acomodo mi cabello crespo de un lado a otro. Me alcanza la
vibración del lugar, mi cerebro es una esponja disecada,
una piedra pómez –jal, pumita, liparita– por donde entran las palabras y no
ocurre más que el desasosiego.
Tal vez por eso bailo y no tomo cerveza y no me siento y no descanso y no tomo aire y me río de no conocer a nadie y desaparezco en la penumbra del bar y me muevo sin pena y deseo no sentir vergüenza a diario.
La escena: Con timidez, la aprendiz de periodismo canta al oído de la pareja de baile No. 3
Me pregunto qué hará Dios con las personas que entran solas
al bar.
Estar solo es difícil, estar solo allí es desolador.
Tu lugar es la barra, las sillas altas, el límite entre el
bartender que finge ser buen amigo, y el mundo de mesas agrupadas
para la algarabía y los besos alicorados.
La escena: Alguien, al otro lado de la pista, con su brazo en alto le lanza una cuerda invisible para atraparla y arrastrarla hacía él.
Su gesto adolescente lo logra.
Es su pareja de baile No. 6. Se agita, respira profundo, se
somete a la exigencia de la canción, da vueltas con ella, y su tufo de
saliva y cerveza, reposado, jadeante, se renueva en cada vuelta.
Doy gracias al hombre de tufo amargo, vuelvo al límite y me siento menos expuesta, menos a la deriva. Volver a la barra después de bailar no es tan desolador como entrar solo y no tocar la pista de baile.
La silla alta en la barra es una especie de tótem que me sostiene y me asegura un lugar en ese apretado mundo de maracas y campanas fuera de ritmo; me da la posibilidad de perderme en la pista, marearme, volver a la barra para buscar mi lugar de origen y preguntarme por Pizarnik. No quiero juzgar a nadie desde la visión panoramica de la silla alta. Solo que el desasosiego es un fantasma que la salsa no ahuyenta.
Me pregunto qué hará Dios con las personas que escriben versos
mientras rumbean.
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