Día 8:
"Como quisiera que esto fuera verdad" suena en la radio. Un niño de tres años, en las piernas de su mamá, balbucea palabras entre el español y la falta de articulación. Su mamá, quien lo besa y le recuerda que lo ama, es la única que lo entiende. Ahora escribo para darle sentido a este día. No sé cómo hacerlo. Escuché hoy a un escritor que escogió un relato de otro escritor para leerlo; su razón era que no encontraba en otras historias la forma como en ese relato las palabras son usadas inesperadamente: están puestas con tanta intencionalidad que las oraciones son un mundo donde no hay clichés, donde la palabra no cae en el lugar que el lector está acostumbrado a leer. ¿Cómo una palabra aparece sintácticamente y a la vez crea un mundo que nadie se espera? ¿Ocurrirá esto en el vallenato? ¿En lo que dicen los niños de 3 años? ¿En las conversaciones de la gente un día festivo mientras almuerzan?
El oído se me abrió como el cielo de enero, ¿sería capaz de captar solo un poquito de ese fenómeno entre la escritura y las palabras, entre el orden y el caos?
La radio sigue sonando, me esfuerzo por atrapar por lo menos un verso con esa construcción gramatical inesperada, un verso que parezca confesión y sea cuchillo afilado.
Nada. Todo estéril.
Pienso que el escritor que escuché en el podcast es un embaucador, un atembado, un delirante que tiene en alta estima la historia que escogió para leer. Y también pienso que no sé nada del idioma, que no tengo idea del español, que hoy las palabras son esquivas, que solo caigo en lo común porque estoy ubicada en la pereza de estos días. El vallenato no ayuda. El cielo se abre aún más, barre las nubes y el azul es absoluto, es un lienzo que recibe los cables de luz como líneas mondrianas.
Me adentro en las calles vírgenes de enero. Siento la soledad de esta Bogotá abandonada, un poquito ultrajada, y creo entonces que no estoy buscando una gramática hablada, que debo escudriñar en las formas, en la arquitectura inhabitada de La Soledad. Me complazco en esa última oración. Pienso que enero debería ser el mes para una jornada intensa de limpieza de las calles, que es un tiempo propicio para arrancarle el exceso de humanidad a las esquinas. Los alcaldes no saben nada de eugenesia.
Cruzo las cuadras y mientras más avanzo hacia no sé dónde, el impulso de quedarme en la mitad de la vía pública crece, como si mi presencia fuera más imponente que la de los carros diminutos a la distancia, como si no pudieran alcanzarme, como si solo existieran siendo puntos de fuga en el horizonte. En realidad no existen. Todos los vehículos desaparecen y las calles se hacen amplias. Me siento como la maleza que crece porque le han dejado el camino libre. Me quedo en la mitad de la calle. El semáforo en verde, el cielo abierto con su azul ineludible, las cuadras ultrajadas, abandonadas, el exceso de humanidad en el hedor y las paredes rayadas. Esto ya no es ni siquiera tema para los alcaldes.
Día 15:
Avistar a Katherine fuera de sí, saberla arrinconada por los adioses, observar a la distancia sus gestos, hablarle con versos y dejarla habitar su cabeza:
"La verdad es que lo que me genera alegría, euforia, un estado de sosiego, es entender para qué hago lo que hago."
El peligro de entrar en ese estado es dejar que el ego la gobierne, que se imponga, que a Katherine no le quede una sola pizca de humildad. Avistar a Katherine fuera de sí para prometerle otras imagenes distintas al fracaso.
Semana 5:
No he visto a nadie familiar. No he vuelto a las canciones de siempre. No he visitado la misma silla de escritorio. Me encuentro detenida, desparramada por el suelo. Los días son un conteo al infinito y una regresión interna perversa. A veces hay avance, a veces el conteo llega a cero, la mayoría de las veces solo voy en caída libre. Una caída más veloz que las lágrimas.
¿Qué duele más que la voz que se escucha a sí misma intentando enunciar lo que duele?
He visto cómo me diluyo en el centro del negro sobre negro, en las veces en que el futuro dibuja solo ausencias; en el estado de cosas que fluctúan, parpadean, desaparecen, se vuelven remotas, arañan el vacío, dan náusea.
El negro sobre negro conserva la tibieza del mundo, abraza el ardor interno que no se aplaca.
El gran asunto —el centro del negro sobre negro— es lo imposible del amor, o los amores imposibles, o ser contingentes para quienes queremos ser eternos.
Día 24:
Reflexión #1:
Uno de los personajes de la adaptación teatral de La Vorágine soltó esta frase que me atravesó: "Pobre vida la de los poetas que solo conocen las soledades domésticas".
Así voy por la vida, mi verdadera obsesión, mi batalla, toda mi energía está concentrada en describir un panorama que solo existe en mi cabeza, un paisaje que solo yo construyo: la soledad de mi habitación, de mi cama, de mi armario, de la silla que se deja arropar en las noches con mi ropa cansada.
Mi obsesión la alimenta la idea de verme abandonada: "busco un lugar en tu almohada" porque en la mía no me soporto.
Reflexión #2:
No sé por qué se acompañan. Al final los dos ceden algo, al final cada uno muere en eso que estando solos los habría hecho más imperfectos, más egoístas. Hoy ella murió a su forma de estar en un museo, hoy él murió a su forma de huir de ese lugar.
Reflexión #3:
Entre más pasa el tiempo, me veo más imprudente, más yo, más incorrecta, soy un pequeño monstruo pidiendo cariño. Soy un campo de batalla con el anhelo de que alguien se sienta cómodo en medio de las balas. Imposible. Me hago preguntas en la ducha, consulto conmigo misma qué tan apropiados son en mí los verbos hablar, mirar, refutar, preguntar, responder, explicar, replicar. Todos los verbos me quedan grandes, me sobrepasan. Cuando los pongo en una ecuación, resultan en daño. Quién sabe si mi percepción está bien jodida, si no es solo una ficción que completa el cuadro de monstruosidad egoista.
Reflexión #4:
Me gustaría querer. Me gustaría quererte. Es decir, morir a mí misma, morir a esta idea de un yo gigante que no me permite ver cómo necesitas que te quieran, cómo necesitas que te acompañen. Mi monstruosidad solo me deja verte desde mi punto de fuga, desde mi soledad.
Reflexión #5:
Me da ternura cuando la comida se te antoja.
Reflexión #6:
Vínculo: sucesión de hechos, experiencias, conversaciones, desencuentros, circunstancias que le permiten a dos personas conocerse —hacerse uno con el otro— para experimentar un amor filial —entrega desinteresada hacia el otro para que éste experimente paz en el alma.
Paz: conjunto de bienes útiles y convenientes para el alma.
Alma: entendimiento, razón.
Reflexión #7:
¿Cómo podría espantar a la intensidad?
Reflexión #8
¿Tú crees que la intensidad espanta?
Reflexión #9:
La eucaristía da respuestas. Cada ocho días se revela un estado de cosas que deben agotarse:
1. Lo que emprendo se queda sin terminar.
2. Las personas que amo se van, no vuelven. Tengo que encargarme de que no salgan de mi vida ¿Cómo podría espantar la intensidad?
3. Los pensamientos se vuelven una herida.
4. Los intentos los devora el miedo.
5. Me gustaría entender para qué las listas, las reflexiones, las ideas, si todo se pudre en la poesía.
Reflexión #10:
El miedo de este ahora devora cada intento. A pesar del caos, estás aquí conmigo, pero es bien sabido que te irás.
Semana 12:
Observar tiene sus dificultades. En principio, se abre un horizonte que se pinta a sí mismo inabarcable. Por ejemplo, veo unos stillettos con un tacón aguja que la chica apenas maneja, pero que denotan columnas macizas. Negro sobre rojo o rojo sobre negro, no sabes qué observar. Ese es el problema de la observación: apuntas a nada porque todo es observable, porque la naturaleza de las cosas está ahí: es amplísima —igual que el hecho de observarla— y es inconmensurable —igual que el hecho de observar.
Ante mis ojos, en la amplia calle una señora en el anden recoge el excremento de su mascota. Ella me enseña que observar es un acto de censura, un acto de comprensión limitado; una comprensión guiada por los afectos, por el gusto y la capacidad que tiene el globo ocular de darle una emoción estética a las cosas. ¿Por qué querría observarla recoger excremento? ¿Por qué querría observar la bolsa en la que guarda la mierda? Sé que lo que miro quiere ser observado, y lo que me mira no quiero observarlo. De nuevo, aparece todo el espectro, se me presenta todo el panorama para ser avistado.
En este punto, la cosa observada no es un objeto, ni una persona que interactúa con un objeto, ni la materia, es la circunstancia donde confluyen la materia, la persona, el objeto, el espacio, el tiempo y todas las condiciones para que el instante ocurra. Creo que valdría muchísimo la pena citar algún autor interesante que nos hable de cómo la mirada actúa, pero no lo tengo, así que cerraré los ojos.
Observar también es un accidente: es el instante del instante cuando ocurre. Lo que tienes en frente es una coincidencia entre el espacio y el tiempo, es tu retina sensible a lo que está pasando en simultáneo. Por ejemplo, un carro se parquea, un hombre sigue caminando, su sudadera de tonos grises hace juego con el gris del carro que se detiene. El árbol que está justo al frente se mece sutilmente. El viento —que acaricia mi pelo— es medio gris, medio tibio, bogotano, sucio, polvoriento. Recuerdo a Rulfo hablando del viento en su cuento Luvina. La retina recuerda a Luvina.
Los eventos son simultáneos, y cuando pasan, ya han dejado de pasar, ya no están, pero sigues observando el instante que necesitas captar. No lo captas, no has podido. Por ejemplo, sobre la carrera séptima las bicicletas se dirigen al norte, en dirección opuesta a los carros. Los carros se alinean uno detrás del otro —el semáforo en rojo— y forman una paralela con respecto a los árboles pequeños justo al costado izquierdo de la vía. Mi retina recuerda las pinturas futuristas.
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