El poeta se devana los sesos, usualmente a medianoche, con la convicción de ser útil, de regalarle algo prometedor al mundo, a la vida, al de al lado que jadea mientras busca el orgasmo.
No han acabado, pero parece que él ya lo logró.
No el poeta. El poeta no jadea, no se excita, no lo logra. El poeta reposa en sus sesos devanados y busca las formas de cumplir las promesas de una palabra concisa que permita estallar todo el cumulo de imágenes que hoy no ha podido resolver. Es un orgasmo atragantado, un grito que, por más que lo intente, ni es sonido ni se escucha.
El poeta se acomoda, tal vez frente a una agenda rayada y sucia; tal vez frente a la pantalla de su computador cansado; tal vez descifrando dónde quedó la S o la N que ya no ve en el teclado.
Le duele no entregar algo prometedor a la vida. Le duele el borde de esa herida abierta que supura silencio, indefensión, indigestión con la RAE y con la persona que lo desvela.
La noche no es suficiente, las horas se acumulan discretas. El poeta se olvida de sí; ha pactado con el mundo sufrir del mal de Montano. Se entrega a una autoficción que lo enclaustra en nombres, historias ya contadas, autorías, palabras que no alcanza. El poeta es su propio miedo a estar inconcluso y no querer llegar a un final; se aferra a la cuerda que va a tirar la próxima vez que le corresponda lanzarse
A la noche
A la promesa
A las sílabas
Al silencio
Al hastío
Pero nunca, nunca, al abismo. Nunca a ese cliché de la soledad, el ostracismo, la incomprensión. Nunca a ese estereotipo de una relación inerte con un lector zoquete, uno que advierte que la poesía es hermética, que con eso no se mete, que prefiere el terror latinoamericano.
Usualmente el poeta se cansa. A veces trabaja para encontrar el insumo que alimenta la promesa, y su agenda sucia, y su computador sin actualizar, y su teclado grasoso y sin letras, y sus ganas de que lo lean para saberse poeta.
El poeta se devana los sesos, lame el centro de sus heridas gramaticales, se acusa en su aislamiento, se escinde entre el verso y los informes de gestión, se pone de pie y busca en los bolsillos de la chaqueta las palabras que acumuló en el día y que olvidó. El poeta blasfema, cultiva moho en la nevera y bate los huevos del desayuno. Imagina si así conseguirá un buen poema o un amor que lo entienda.
El poeta no consigue nada, el poeta es un desadaptado, y se promete no volver a intentarlo. Falla, hasta en eso falla, y se empeña en buscar poesía en las mayúsculas de lo que no ha escrito, en los puntos finales a medianoche.
No han acabado, pero parece que él ya lo logró.
No el poeta. El poeta no jadea, no se excita, no lo logra. El poeta reposa en sus sesos devanados y busca las formas de cumplir las promesas de una palabra concisa que permita estallar todo el cumulo de imágenes que hoy no ha podido resolver. Es un orgasmo atragantado, un grito que, por más que lo intente, ni es sonido ni se escucha.
El poeta se acomoda, tal vez frente a una agenda rayada y sucia; tal vez frente a la pantalla de su computador cansado; tal vez descifrando dónde quedó la S o la N que ya no ve en el teclado.
Le duele no entregar algo prometedor a la vida. Le duele el borde de esa herida abierta que supura silencio, indefensión, indigestión con la RAE y con la persona que lo desvela.
La noche no es suficiente, las horas se acumulan discretas. El poeta se olvida de sí; ha pactado con el mundo sufrir del mal de Montano. Se entrega a una autoficción que lo enclaustra en nombres, historias ya contadas, autorías, palabras que no alcanza. El poeta es su propio miedo a estar inconcluso y no querer llegar a un final; se aferra a la cuerda que va a tirar la próxima vez que le corresponda lanzarse
A la noche
A la promesa
A las sílabas
Al silencio
Al hastío
Pero nunca, nunca, al abismo. Nunca a ese cliché de la soledad, el ostracismo, la incomprensión. Nunca a ese estereotipo de una relación inerte con un lector zoquete, uno que advierte que la poesía es hermética, que con eso no se mete, que prefiere el terror latinoamericano.
Usualmente el poeta se cansa. A veces trabaja para encontrar el insumo que alimenta la promesa, y su agenda sucia, y su computador sin actualizar, y su teclado grasoso y sin letras, y sus ganas de que lo lean para saberse poeta.
El poeta se devana los sesos, lame el centro de sus heridas gramaticales, se acusa en su aislamiento, se escinde entre el verso y los informes de gestión, se pone de pie y busca en los bolsillos de la chaqueta las palabras que acumuló en el día y que olvidó. El poeta blasfema, cultiva moho en la nevera y bate los huevos del desayuno. Imagina si así conseguirá un buen poema o un amor que lo entienda.
El poeta no consigue nada, el poeta es un desadaptado, y se promete no volver a intentarlo. Falla, hasta en eso falla, y se empeña en buscar poesía en las mayúsculas de lo que no ha escrito, en los puntos finales a medianoche.
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