Hoy no hará frio, despertaré con ganas de advertirle a la vida que no me lastimará con la nostalgia, ni con el silencio que corta mi garganta, ni con la rabia que obstruye la boca de mi estómago.
Hoy no me
empujará el viento. Me levantaré de mi cama con la plena consciencia de mis
actos. Me prometeré quererme un poquito, poquitico, porque habrá minutos en el
día en que necesitaré hacerlo; y las llamadas, las reuniones, el abuso, el
silencio (de nuevo) me reventarán el pecho estrujado y me obligarán a olvidar
cómo quererme.
Quién dirá
que hoy no querré morir, no querré caer del piso diecisiete; hoy no estaré bajo tierra,
me sostendré en los afanes y el sol que pinta de naranja las cinco de la
tarde para verlo ocultarse ineludible. Él morirá después de abrazarme en la mañana.
Quién dirá que hoy sí necesitaré su abrazo.
Alguien
hace tres semanas me dijo que escribo verdades gastadas; que debería dejar
de mirarme el ombligo. ¿Me enseñará cómo olvidarme en mis
días grises? ¿Podría con su pedagogía mostrarme qué es una verdad? ¿cuándo
esas verdades están gastadas?
Me
disculpo, yo solo puedo hablar de lo que conozco: De las tardes afiladas que laceran
mis brazos; del tiempo que, mientras avanza, humilla mi rostro contra el suelo; de
las palabras que no me alcanzan sino para escribir cartas; de las cartas que los
remitentes abandonan; de lo inútil que es sentir; de habitar minuto a minuto la
misma escena en donde no importa el mobiliario, ni el guion, ni el vestuario, ni
las tomas que se hagan, ni siquiera los actores, soy insuficiente. No sé de qué
más hablar; mi lengua es un laberinto que ha prohibido la sagacidad de Penélope.
Vomito dudas:
¿Debo explicarme? ¿defenderme? ¿ser brava y escribir otras verdades? Unas menos
gastadas y más cercanas a una poesía que sí conmueva, que sí diga cosas
suficientes. ¿Debo deber? ¿Debo cuidar las frases, cultivar mejores estrofas,
alcanzar un registro más elaborado? ¿Debo cuidar lo que digo? ¿Ajustar mis oraciones
y ponerme en control de cambios?
Ya se agota la noche. Hoy fue hoy. Encontré un espacio para escribirles. Los quise, amigos míos. Los puse en mi oración que es el epítome de mi verdad gastada, y los guardé en este pecho agrietado. Pido perdón porque no supe en dónde más ponerlos para rendirles honores, admirarlos, otorgarles la cercanía que merecen. Supongo que la cercanía se siente como bálsamo, y que, en días como hoy, es una gota de vinagre incapaz de calmar la sed, escasa de verdades, y más intensa que esta soledad que hoy me arropa.
Los quise, amigos míos, y no pude encontrarlos.
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