Una botella de agua en las manos del viajero es tan grande como un grano de arena en la orilla de la playa. Una lágrima que cae rodando por la mejilla duele tanto como la mina que pisa el niño en el cultivo imaginando ser futbolista. El cielo hace inmensa la mirada de una mujer en Bangkok, en Antofagasta, en Tegucigalpa, en El Chimborazo, en los Pilares del Lena, en cualquier punto de la Tierra en donde se encuentre, lo importante es que fije sus ojos en el infinito. Lo nocturno se percibe como un canto de sirenas rumbo a un hospital, un grito de auxilio, el choque de las alas de los grillos en medio del pastizal, o el golpe de las olas contra las rocas.
Sin embargo,
la botella de agua no contiene las moléculas necesarias para
calmar la sed del viajero incansable. El grano de arena forma una
cama extensa que el vaivén del mar arropa. La cicatriz transparente que deja la
lágrima adorna las mejillas del niño que ha sido rescatado de la explosión. Nunca el cielo será el mismo para las quinientas mil ciudades alrededor del globo, ni será la misma
mujer en esas ciudades. La noche trae para cada hombre un sonido que se vuelve
silencio en el sueño.
Sin embargo,
los aviones se empeñan en cruzar las nubes,
el sol siempre sale,
el amor se gasta y se renueva,
las madres encuentran la fuerza suficiente,
las guerras también conceden treguas.
El corazón del hombre se aflige, se da un paseo por las memorias que no es capaz de soltar: llega al núcleo de la sed que la botella de agua apaga; observa el movimiento del mar y lo celebra; se esfuerza por curar la cicatriz del niño que llora; busca a la mujer que se atrevió a mirar el cielo para entender lo sublime.
Sin embargo,
el corazón del hombre también escudriña en la noche para no sentirse indefenso, hace una pausa imperceptible, salta entre el agobio y el vicio.
El corazón se abandona a la tarea de entender la tempestad y la fe.
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