Esta mañana pensaba:
En una mano todos los hombres caben, ninguno la acaricia
como ella desea. Esa mano omnipotente, universal, es aún tosca, aún varonil.
Sin embargo, no puede resistirse a que él deje de tocarla. Le exige que la
toque, le exige que cubra su piel desnuda con su roce, porque no quiere nada
más, porque la noche se acaba, porque su tibieza le sobra y le basta para pertenecer
a algún lugar. Lo quiere y quiere sus manos para reconocerse querida, para no
desaparecer.
En sus labios todos los hombres caben, ninguno ha sabido usarlos
para amarla. Ha descubierto que no ha sido amada y los labios que la cubrieron
de besos al amanecer lo confirman. ¿Por qué una mujer tendría que invertir su
tiempo en las preguntas insistentes sobre el amor, el abandono, la soledad, las
causas perdidas, los labios de todos los hombres que ha amado y que no la
amaron?
Esta mañana ella leía un mensaje.
Él le escribió “Pobrecita”.
Ella detesta que le digan que es pobre.
Fueron por un café.
Él se detiene a escucharla.
Ella le dice que no puede creer que lo haya conocido.
Él sonríe.
Ella organiza la oración mientras revuelve el café con una cuchara.
Él le recuerda que todo ha sido lindo.
Ella toma aire profundo y le cuenta que nadie le había hecho
el amor así.
Él vuelve a sonreír. Tal vez se siente relevante,
inabarcable, masculino, un gran ejemplar.
Ella vuelve a tomar aire y le confiesa que ningún hombre había
hecho de sus manos un lugar seguro, de sus labios un secreto entre ellos.
Él debe irse.
Ella debe quedarse.
Él admite que no quiere pensar si volverán a verse.
Ella está segura de que no volverá a verlo. Es un hecho.
Él le dice que son muy diferentes, y eso es aún más raro.
Ella se empeña en revolver el café.
Él ya acabo su taza.
Ella se pregunta cómo pudo tomarlo tan rápido si estaba hirviendo.
Él insiste en que todo fue lindo.
Ella toma un sorbo apenas para testear si el café ya está
tibio.
Él la observa, sonríe, toma su mano y le dice que la va a
echar de menos.
Ella no siente pena, no siente ansias, es la primera vez que
no le gana la tristeza. Tal vez se siente invencible, segura de que ella fue la
que tomó la decisión de no sufrir desde un comienzo.
Él se levanta de la mesa, encoge los hombros y dice que debe
irse.
Ella no puede verlo a los ojos.
Él se acerca y le da un beso como el de anoche, como el que
se prolongó en la madrugada, como el que la despertó a las 8, como el que la
obligó a no ir a su trabajo.
Ella se rinde.
Él la aprieta.
Ella se rinde.
Él suspira.
Ella le vuelve a besar, más sutil, más cortito.
Él acaricia su mejilla.
Se separan.
Él sale del café.
Ella vuelve a sentarse. Toma su café.
Él desaparece.
Ella mira su celular.
Él le ha escrito un mensaje:
“Puta madre, ya te echo de menos.”
Ella no siente pena, no siente ansias.
Él debe irse, ella debe quedarse.
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