Caudal

Balbuceo en el centro de la boca seca, en el craneo, en el vientre inflamado. Las silabas se derriten y encharcan el estomago encendido. Las oraciones brotan de los ojos, del parpadeo, de la ventana del carro que navega la ciudad perdido. 

Los dientes si acaso mastican los puntos suspensivos y las comas inconclusas que se quedaron en los últimos días de agosto, en el aire que elevó las cometas abyectas. 

Día número 15, las historias son esquivas, escribir no está de moda, se sublevan los poetas en la biblioteca, en la sala de exposiciones temporales, en los concursos de rap. Bogotá huele a esquinas orinadas, a pan rollo, a deshidratación. 

Comienzo a entender todo lo humano en los monumentos, y lo inhumano del Transmilenio. Me da miedo el J70, y los semaforos en amarillo, y la loza apilada en mi cuarto, y los mensajes que no me responden, y las llamadas que no contesto. Qué desastre es el universo que uno mismo crea. 

No me interrumpo, no me niego, no me clavo la censura en mis labios rotos ni en el pelo a medio peinar. Qué pocas ganas de llegar al escritorio y verificar que el amor lo he perdido, lo he negado, y lo he vuelto un verso inexistente en los correos no deseados. No me consuelo, no le hago favores a mi sombra gastada de estos soles de septiembre. 

Hay un tufo de envidia que inunda lo poco que digo; el capricho es incienso en mis oraciones putrefactas; sumerjo mi lengua en agua caliente para pringarla y defenderla de su veneno: la lengua se retrae, niega su miseria. Repito el lavado varias veces con vinagre, limón, hielo, aceite, sal, recuerdos, con todas las conversaciones en las que no he dicho la verdad. La lengua destila almizcle inútil frente a mis culpas y heridas. 

He detenido mis días, son un abrazo al cielo que no abarca la soberbia de este mundo. En la esquina fritan empanadas de carne y papa, los gringos han vuelto a estas calles, la ciudad es un tejido de polisombra verde para vestir la tristeza de los barrios medio hechos. La gente no confía, las casas desesperan, un huevo vale ochocientos pesos, todos estamos expuestos a la soledad de un trancón y a la verdad de un atraco. Somos esta avalancha que nunca ha pronunciado un padre nuestro. Los teatros gritan, los cafés bendicen el teletrabajo, las tiendas de barrio son fantasmas empapelados con facturas del agua y la luz sin pagar. 

Nadie me espera,

Las palabras atoran,

Una ciudad hostil en mi garganta. 




Comentarios