No me quiero inventar nada.
Ni el sentimiento, ni la frase exacta, ni la escena cinematográfica en la que mientras
se toma café se desarrolla una conversación profunda o se juega al ping-pong
discursivo y emocional.
No quiero tampoco que
me inventen, que me digan que sí (aunque nunca lo han hecho) ni que me digan
que no (porque ya no soporto tanta negativa). No quiero justificarme, explicar
lo que creo, esforzar mi sintaxis para que aflore la concreción y el sentido. Es
decir, a veces quiero tener sentido, todo, sin vacíos, muchas veces es tarea
inútil; así que, hoy no quiero tener sentido, ni que me persiga, ni arrastrarlo
en las sílabas y los gestos, hoy renuncio.
No me quiero poner
creativa, no quiero tener ideas, sentir el ímpetu de un nuevo proyecto en mi
vientre y mi mandíbula; no me apetece rumiar objetivos generales y específicos,
masticar metodologías y recursos, sustentar la validez y pertinencia de mis formas
de hacer las cosas.
No me quiero ver
insuficiente, tachar el listado semanal de tareas en un 30%, abandonar los
motivos, suprimirme en las conversaciones, las reuniones, los informes y
avances que te exigen ser siempre más de lo que puedes, no mejor, más. No
quiero perder peso, ni bajar los niveles de cafeína, ni soltar los miedos, ni
volverme perversa. No quiero la insuficiencia como síntoma de apego, como vanidad
que arrasa mi historia personal, como el precio que tengo que pagar cada vez
que me equivoco.
No me quiero quedar abrumada
al final del día, ni destrozada en la madrugada, no me quiero reinventar, ni convertirme
en gerente de proyectos que excluyen y convocan a los de siempre, no quiero
aislarme, ni pretender para integrar los círculos formados por los mezquinos.
No quiero inventarme nada, ni poemas, ni relatos, ni escenas, ni amores, ni
diálogos, ni futuros, no quiero cuestionar ni que me pregunten.
¿Se vale decir que estoy cansada, y que al final del día, lo que quiero es morir?
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