Para evitar los lugares comunes

(Discurso para la clausura de la Asistencia Graduada del Centro de Español el 6 de diciembre de 2024, en la Universidad de los Andes)


Todas las palabras son esenciales.

Lo difícil es dar con ellas.

Jacobo Fijman

 

Hemos perdido el poder de la palabra. O nos hemos perdido fácilmente al otorgarle un poder erróneo:

el poder de cancelar

el poder de arrebatar la calma

el poder de herir

el poder de confundir.

Hemos perdido la sensibilidad ante las palabras. Lo concreto, lo esencial, lo certero se va disolviendo entre caracteres y desciende por el abismo de lo que ya no se comprende.

La magnitud de las palabras precisas, su innegociable poder para volvernos exactamente lo que somos y despojarnos de lo que distrae, nos acerca de manera inevitable a los demás.

¿Habrá una experiencia tan concreta y eficaz para el ser humano como encontrar las palabras esenciales que le otorgan cercanía al otro?

Hoy recordamos varios estudiantes llegar a ese punto abismal:

  •  “no encuentro la palabra para decir lo que quiero”
  •  “quisiera decirlo diferente, pero no encuentro la palabra”
  • “me parece que esa no es la palabra que me gustaría usar”

Ahora nosotros habitamos ese abismo: quisiéramos narrar nuestra experiencia de forma esencial, pero estamos hechos de palabras que se refunden cuando escarbamos en el pensamiento, cuando las necesitamos. Damos vueltas para descubrir ese sonido o esa primera silaba pegada a la lengua que nos da pistas de la palabra que no hallamos:

  •      “¿cómo es que se decía?”
  •        “ahh... puede ser un sinónimo”
  •        “creo que es parecida pero después busco otra palabra que quede mejor”

Hemos perdido el poder de la palabra, o hemos olvidado cómo encontrarla. Ya no nos sirven los diccionarios, los glosarios, tomar apuntes, o los crucigramas. Se nos refundió el vocabulario, y con él, la capacidad de darle un tris de orden al mundo.

Nos damos cuenta de que perder la palabra es perder la posibilidad del encuentro y enunciar ya no implica comunicar. O no es el acto de creer suficiente lo que se ha dicho.

Por eso, acudimos a la escucha, un sentido que ha transformado la fórmula del mensaje y su recepción. En dos años, nuestra escucha se abrió infatigable, aun cuando las tareas angustiaban. Podemos creer ahora que las relaciones humanas son genuinas cuando hay escucha.

Sin embargo, la magnitud compleja de las cosas insiste en descansar más en el meme o en el reel. Lo que no está mal, si hablamos de enunciar, pero no está bien, si hablamos de desenredar el sentido que tanto buscamos al terminar el día.

Por eso, caemos en aplaudir todas las promesas que incluyen todas las mentiras, atrapamos luciérnagas en cualquier caption de Instagram, y admitimos que preferimos ser expertos en escribir un buen prompt, suponiendo que así ganamos más tiempo para mejorar otras habilidades.

Entonces, las palabras atoran las oraciones, y la escritura se vuelve un acto hostil ante la lista de tareas por cumplir:

  •       “estoy escribiendo este ensayo, pero la profesora dice que debo ser más concreta”
  •        “recibí unos comentarios en el trabajo, principalmente entiendo que hago frases muy largas”
  •        “como que le doy vuelta a la misma idea en diferentes oraciones”

Sí, las palabras atascan, en ocasiones exageran. Son en sí mismas una dificultad:

para comunicar,

para crear,

para ser entendidos.

Perder el poder de la palabra nos ha dejado sin armas. Así que hemos tenido que escarbar en cómo se han enfrentado los que antes estuvieron aquí a la tarea monumental de la palabra esencial. Lo hicieron bien los Asistentes graduados que se despidieron en mayo de este año:

“El mejor puente, quizás el único que conocemos, para soldar brazos sobre los vacíos, es el lenguaje. Y con una palabra adecuada, una imagen, un sonido, un movimiento, cuando sabemos que nos escuchan, cuando sabemos que escuchamos, dejamos de estar solos.”

No se aprende solo.

Ahora podemos estar más atentos a los actos sutiles que se vuelven gestos generosos: alguien, justo a tu lado, en el computador de la sala, con o sin tutoría, se ha prestado para escuchar (te). Tu observación de un momento, del día, de la vida misma, se vuelve de dominio público para que otros puedan apropiarla.

Experimentamos así un encuentro, y en él, la apertura de la palabra para ser atendida en la escucha y creada en el habla. Participamos de un acto generoso que ocurre en la horizontalidad y nos vemos capaces de aprender, en vez de enseñar.

Pero también aparece la distancia en la omisión de un saludo; en el límite del contacto recogemos las palabras y las retiramos del conflicto donde podrían ser vulneradas. Descubrimos el silencio como un campo valioso cuando la palabra imprecisa rompe los brazos y el oído impertinente traduce el sentir en discordias.

Ser tutor es encarnar la palabra desde la contradicción.

Estamos para cuestionar, para insistir, para avivar diálogos que pueden, incluso, doler. Nuestra naturaleza es precisamente la de incomodar. Hemos aceptado participar en la transgresión de la comunicación para que la reflexión ocurra en el encuentro. Sentimos angustia al sentarnos con el estudiante y prestar atención a lo que él busca: una palabra, una forma de hacer, una aprobación. Emerge una tensión, una violencia, entre la incertidumbre que nos invade y lo sugerente de nuestro tono para confiar en la intuición.

Sin embargo, hemos decidido hacer más amable lo que en otros lugares es agreste. Se nos ha abierto la posibilidad de construir relaciones que partan de lo humano en un ambiente que puede resultar demandante; hemos abrazado la necesidad de ayudar entendiendo que todos, con mucha o poca experiencia, desconocemos más de lo que sabemos. 

Adaptarse a un entorno laboral no siempre es un proceso llevadero, no todas las organizaciones están dispuestas a recibirte como quien recibe a un aprendiz. Volver amable un lugar de trabajo y la relación con los jefes no es una oportunidad que se da fácilmente, y en esto, estamos de acuerdo.

Por eso, hay que estar dispuesto a lo que suceda, **aunque la duda sea más espontanea que la certeza. Sabemos que la vida es un poco improvisación y un poco aprender del error. Después de estos dos años, ahora sabemos que estar dispuesto a encontrar el camino para corregir, o la improvisación en el error, también es posible. Lo importante es conversarlo.

Entonces, ¿vamos a hacer un recuento de esta experiencia?

No, eso parece un balance de resultados para apelar a la nostalgia a ver si algo conmueve, divierte, o por lo menos deja alguna enseñanza. Pero, al final, los recuentos son anécdotas que poco dicen de lo que en verdad debe enunciarse para desacomodarnos, para ver lo que cambió en dos años. Porque uno quiere ser distinto, o por lo menos, reconocerse diferente ante el pasado.

Fueron dos años de procesar el poder de la palabra precisa para comunicar, crear y devolvernos la capacidad de entender y ser entendidos, en definitiva, escuchar. Esos poderes erróneos que le hemos otorgado a la palabra se han transformado:

el poder de cancelar ahora es la capacidad para conversar y dar sentido a lo incomprensible;

el poder de arrebatar la calma lo sustituimos por la intuición de hacer las preguntas adecuadas;

el poder de herir lo convertimos en la capacidad de cuestionar qué se dice cuando necesitamos ser leídos o escuchados;

el poder de confundir lo combatimos al interpelar al texto.

En la palabra, la contradicción, y la incertidumbre, fuimos todas las visiones que ahora tenemos de nosotros mismos, apostamos por nuestra potencialidad en lo vulnerable, más allá de la puntualidad, de llegar quince minutos antes, de vernos a través de una matriz, y de lidiar con los cursos E.

Sí, fue trabajo, y costó.

 

Construído y escrito con la sensibilidad e ideas de Laura Martínez, Luisa Daza y Sebastián Porras, compañeros y amigos de la Asistencia Graduada. 

Gracias.

 


 

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