Estoy en casa.
Las persianas permanecen bajas, medio abiertas.
Te he puesto donde he querido:
en las calles de otra ciudad que aún no conozco,
en la chaqueta roída que insisto en arreglar,
en la sala de cine después de la última función.
Te he otorgado el lugar de todos los clichés:
los guiones de las películas que no voy a ver.
No he podido encontrar tu voz en el desayuno,
ni las llaves de este lugar que, al parecer, habitas.
Estoy en mi escritorio. Los esferos intactos, los papeles en
blanco.
Aún no tengo una foto de ti.
Te he visto donde siempre te me pierdes:
en el chat que nunca activas,
en el bar donde aún te espero,
en las horas laborales desgastadas detrás de tu imagen
de hombre que no le tiene miedo al destino,
en la cena que me ofrendo por consejo de mi terapeuta.
¿Quién dice que no estás conmigo?
Me empeño en creer que el buen amor existe
en donde yo me atreva a ponerlo:
en el plato lleno de sopa de zanahoria y jengibre,
en las escaleras que al regresar a casa me pesan,
en esta habitación limpia, intocable,
vestida de plegarias lacrimosas.
Es que estoy en casa,
limpiando el polvo de los libros sin destapar,
recogiendo la basura,
secando los trastes, volviéndolos a lavar,
escuchando este eco de cosas estáticas
que me consuelan, te esperan,
me confunden,
y no soportan el silencio.
Estoy cabizbaja,
—con las persianas a medias,
con el amor revuelto,
con la herida enjabonada—
lista para conocerte.
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