Marie y Yo

Bogotá, 
12 de Enero, 1993


Cuando escribí estas líneas, no podía resumir en palabras lo que debo relatar. No creerás lo que digo porque tal vez allá, donde sigues sin venir a verme, la vida no sea tan compleja como aquí, donde sigo sin poder hablarte. No importa. Confío en que el tiempo, que es tan esquivo, pueda reunirnos una vez más, como lo hemos prometido.

De mañana caminando hacia la farmacia, crucé el parque, ese que tanto te gusta, el de hojas secas en el suelo para pisar -no sé cómo haces para aparecer en todos mis momentos- Caminaba con premura por conseguir unos medicamentos, esas insoportables píldoras para aplacar mi impetuosidad, mi necedad, un estado de conciencia siempre irrisorio. 

Con la insatisfacción de estar sola y la incertidumbre de mi enfermedad, conseguí caminar unos cuantos pasos lejos del pórtico de mi casa. La sensación era irresistible, el viento del amanecer inflamaba mis fosas nasales y enfriaba tanto mi piel que sentí derretirme del frío; la luz tenue de la mañana nublada me obligaba a permanecer cabizbaja; mi mirada evitaba la eterna confrontación entre mi reflejo y mi rostro en los fangales estancados del parque. El miedo… el apacible miedo de encontrarme con mi soledad.

De repente, como si hubiera conjurado alguna voluntad o presencia, una figura con la postura de los oficinistas bancarios, que siempre serán perturbadores, me preguntó la hora. Ya sabes que no llevo ese artefacto arbitrario conmigo… Además, ¿no se te hace inexorablemente perverso que un hombre con semejante prisa no llevara reloj consigo? 

Yo no temo al afán, ni al tiempo, ni a las sombras de la tarde proyectadas sobre el asfalto cuando todos escapan de casa, así que supuse que no tenía ninguna obligación de responderle. Él debía saber lo que estaba haciendo, y lo que hacía era correr, precipitarse en un escape en el que parecía no encontrarse sino con su propia velocidad. Dime ¿así es tu vida? ¿Así se vive ahora?

No le di respuesta exacta, pero supuse que no podían ser más de las siete de la mañana. Con un gesto amable, esa silueta imprevista me sonrió y sacó de un pequeño bolsillo de su gabardina, aparentemente italiana, un diminuto estuche de colores brillantes y sonrientes, como tú. 

Al ver mi rostro algo absorto, este hombre dijo: “No vengo para irme sin nada” y yo aún más extrañada le dije que no acostumbraba a dar ni a recibir; mi soledad se guarda a sí misma como un pequeño tesoro incorruptible. Él en su desazón, o quizá un leve debilitamiento, respondió: “no necesito que me ayude” y no supe qué decir. Él insistía: “Acéptelo; la farmacia está muy lejos y no debería exponerse al cruzar la arboleda buscando una solución que no está allá… donde prefiere no estar” y como si hubiera recordado sus pasos, su furia apresurada en el aire de esa mañana fría y nublada, se marchó.

Tomé ese cofrecito con desasosiego, no fui capaz de abrirlo. Lo apreté con mi mano derecha como un leve recuerdo de mi infancia, igualmente corta, igualmente lejana. Mi insensibilidad sólo me permitió comprobar una superficie fría y lisa, unos dibujitos de rosas apenas en relieve, la textura de un objeto tan pequeño como yo misma. Era tiempo de seguir mi camino, la botica estaba a unos cuantos pasos. 

De repente, como parpadear e intentar ver entre las lágrimas que brotan cuando te sientes desesperado, ya no estaba en el parque. No había botica, no había arboles, no había bancos para sentarse. Ahora estaba justo al lado de mí misma. Y yo viéndome a mi lado.

Mientras pretendía reponerme de ese no-espacio-no-tiempo, me veía tomando mis píldoras nauseabundas, sintiéndome y viéndola acongojada y palidecida. Veía todo lo que yo misma hacía, en mi cuarto, en la cocina, en todas partes. Y Yo, como si me hubiera desplazado a ese cuerpo radicalmente idéntico al mío, no podía verme viéndola a ella. Había algo singular, un presentimiento de que algo nos distanciaba y nos hacía disímiles. Ya sabes que soy muy buena contrastando cosas. 

¡Sí! Ella era yo y yo era ella, pero ella no poseía la cajita de flores livianas que algún oficinista decidió regalarle hace un instante. Yo sí. Así que decidí seguirla y descubrí que ella era yo y no lo era. Salió presurosa al mercado a comprar un montón de vegetales que jamás he probado, unos dulces que no puedo siquiera comer, unas flores que nunca han podido despistar las ansiedades con las que me recuesto por las tardes. Y así como salió, así volvió; con afán de que la leche en el fogón no se derramara antes de que ella pudiera ir y volver. ¡Por Dios, odio la leche! 

Recordé el estuche en mi mano derecha, decidí abrirlo y ver si él tenía que ver con todo lo que estaba sucediendo dentro y fuera de mí. No recuerdo nada más.

Desperté en este cuarto, lleno de hojas secas, una cama que no es muy cómoda y el estuche chiquitito que ahora permanece cerrado para supervisarme en mis días de  lánguida tristeza; con la seguridad que mientras escribo lo que quiero decirte, seguiré sin entender qué me pasó y porqué ahora los que me observan en el pasillo de este lugar me dan más afecto y por supuesto, más medicamentos. 

Quien te espera con ansias,
Marie
Y yo.




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