No se puede confiar en las circunstancias, ni siquiera remediarlas. Aunque lo he estado meditando —obviando en ocasiones— llego al punto en el que inevitablemente me encuentro cayendo, cerrando los ojos y buscando el vacío para encontrar respuestas. No de esas que los psicólogos, atestados de pacientes angustiados y llenos de dolor imperceptible, me han planteado. No, esas son insulsas —aunque crean que no lo he intentado todo—. Lo que me sucede es diametralmente distinto. Hay en mí un impulso de saborear el vértigo inexorable, el que no puede vivirse sino sólo una vez, el que te produce frío abrumador y temblor de extremidades. Quiero ese éxtasis, lo deseo: arroparme vertiginosamente con el viento en mi cara y convertirme en la imagen triunfante de mis sesos por el suelo.
Es una lástima que sea el que se encuentra allí, inmóvil, atrapado por la gravedad del acto, embarrado de su última decisión, el que pudo tomar la decisión y no yo. Se engalana la acera con un charco rojizo que enmarca ese cuerpo irremediablemente invicto y me alimenta de envidia.
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