La teoría, las hazañas, las delicias adornan los días cuando son cálidos.
Eventualmente, nada se compara con la rabia que te lleva a romperte en
pedazos, volverte añicos, rasgarte entera desde el tope de las ideas hasta el
suelo inútil para sostenerte.
La canción que te hace reír suena en bucle y escarba el
recuerdo doloroso en tus vísceras anudadas. Las palabras se vuelven
anagramas, las yemas de los dedos arrastran los minutos que borraron la réplica,
los reproches; la dignidad se te escapa por tu garganta adicta al
odio.
La fuerza no alcanza.
La ira es una rabieta.
Las manos se desquitan con el mundo, con el aire, con la
mesa, con la carne que no quiere doler más.
Las escaleras infinitas no alcanzan a consolar
esa respiración cada vez más grave, áspera, granulada. No te cabe en el pecho
el malestar que se abre paso y aprieta el aire, las ideas, la lengua. Jadeas
para encontrar los argumentos; desperdicias el espacio exacto en el que tendrías que afilar el
pensamiento y cortar el insulto.
El rostro es una amalgama de coincidencias desastrosas.
La boca se abre como saliendo del agua, como ahogándose en
niebla.
La teoría dice que son los efectos de la codependencia, el
protagonismo, la adicción al drama de una vida que no duele y debería
doler.
Hoy también pierdes, sin que eso represente sorpresa. El
cielo es limpio, innegable.
Las delicias que adornan los días son vanas, pasajeras.
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